Descripción
Élisabeth Vigée-Lebrun y los embajadores de la India, Bernini y su imagen del Rey Sol, Lucian Freud y la reina de Inglaterra, las múltiples encarnaciones de Quasimodo, Picasso evocando la figura de Paul Cézanne, la luz en Lubin Baugin y en Zurbarán, Durero pintando el retrato de un rinoceronte que no vio jamás, Gauguin inmortalizando a Van Gogh en plena exaltación de los girasoles, David Hockney y Marcel Proust en Cabourg, la generosidad de Alejandro Magno hacia Apeles, los espejos de Louise Bourgeois, la sinceridad de los autorretratos de Rembrandt, Cristo en persona, Cy Twombly convertido en retratista, Martín Lutero visto en todos sus estados y el emperador de la China, enemigo de las sombras.
Plotino ya advierte sobre la mala costumbre de dejar tras de sí una imagen de nuestra apariencia, no obstante, seguimos aferrándonos a la posibilidad de postergar la muerte mediante la reproducción de esa apariencia. No basta, no, con llevar la imagen de la que nos ha revestido la naturaleza, deseamos, además, perpetuarnos a través del arte. Son suficientes unas páginas para persuadirnos de que no hay nada más revolucionario que la figuración, entendida como un proceso infinito de figurar y desfigurar. Como apunta Frémon: «siempre es la pintura la que acaba ganando»